miércoles, 9 de febrero de 2011

Las imágenes infamantes

Después de atenazarle en el patíbulo para verter por su cuerpo una mezcla fundida de plomo derretido, aceite hirviendo, resina de pez y cera, le ataron las extremidades con sogas a seis caballos que tiraron de su cuerpo hasta desmembrarlo en pedazos; después, arrojaron sus despojos al fuego para consumirlos y aventaron sus cenizas. La ejecución de Robert François Damiens en París, el 28 de marzo de 1757, fue tan desproporcionada y brutal que su muerte inició un movimiento social imparable en contra de aquel truculento espectáculo de infringir torturas a pie de calle.

Ese modo de entender la justicia penal, utilizando métodos sádicos y aberrantes, perduró en toda Europa durante la Edad Media y el Renacimiento, con unas prácticas que acabaron desapareciendo a finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, cuando el cuerpo humano dejó de ser visto como una simple fuerza bruta –algo sin valor, poco más que un trozo de carne– y la justicia empezó a impartirse en el interior de las prisiones, de espaldas al ojo público. Hasta que llegó ese momento y se produjo un cambio de mentalidad en la sociedad europea, el arte se convirtió en otro instrumento más al servicio del poder y nombres propios como Andrea del Castagno, Sandro Botticelli, Andrea del Sarto e incluso Leonardo da Vinci tuvieron que presenciar los castigos públicos –convertidos en testigos forzosos de aquella práctica cotidiana– y plasmarlos en sus dibujos.

A partir del siglo XIII, en algunas ciudades italianas de la Toscana y Emilia-Romaña se extendió una costumbre que entroncaba con el castigo de la infamia procedente del Derecho Romano. Cuando alguien realizaba un acto por el que perdía su buen nombre –su fama– tenía que ser despojado de su reputación y castigado públicamente como infame. Las autoridades municipales encargaban a un artista –oficio que, por aquel entonces, aún tenía muy mala reputación (su status no mejoró hasta bien entrado el siglo XV)– que pintara el retrato de aquella persona, lo más grotesco que fuera posible, a modo de caricatura, para mostrarlo en la calle, con el nombre del delito que hubiera cometido y la condena que se le había impuesto. Así nacieron las llamadas immagini infamante de las que, desafortunadamente, apenas se ha conservado algún boceto de los dibujos realizados por Andrea del Sarto, aunque se tiene constancia de que muchos pintores renacentistas tuvieron que realizarlos; a veces, obligatoriamente.

Una buena muestra que sí ha llegado hasta nuestros días es el dibujo de la carta que representa al ahorcado –uno de los arcanos mayores de la baraja del tarot, obra del miniaturista bresciano Bonifacio Bembo (mediados del siglo XV)– que tiene su origen, precisamente, en esas pinturas en las que se representaba a los colgados boca abajo y pendientes de una sola pierna.

Los pintores solían dibujar los retratos de los ladrones, traidores o rebeldes al natural, mientras los cadáveres de los condenados aún se balanceaban ahorcados en una plaza pública –por ejemplo, delante del Palacio del Podestà, en Florencia (actual Museo Bargello)– pero en ciertas ocasiones, cuando no se lograba capturar al criminal, también se le podía juzgar en ausencia y, en este caso, se pintaba su dibujo para ejecutarlo in effigie. Hasta el siglo XVI, esta práctica se extendió por Francia, Inglaterra y Alemania, donde se hicieron muy populares las cartas con una imagen difamatoria (schandbild) que los comerciantes utilizaban contra los clientes morosos, colocándolas en las puertas de las iglesias y ayuntamientos.

Las imágenes infamantes representaron la antítesis de aquellos otros retratos de hombres famosos e ilustres que solían decorar los magníficos salones palaciegos del Renacimiento, convirtiéndose en una herramienta muy efectiva para deshonrar a los condenados, exponiéndolos a la burla y el desprecio de sus convecinos pero, al mismo tiempo, tuvieron un marcado carácter aleccionador para el resto de los ciudadanos: si no te comportas correctamente, recibirás el mismo castigo.

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