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domingo, 1 de mayo de 2011

Goya fue testigo del horror

Francisco de Goya y Lucientes (1746 – 1828) vivió durante uno de los períodos más convulsos de la Historia: fue coetáneo del Antiguo Régimen, la independencia de los Estados Unidos, el estallido de la Revolución Francesa, el triunfo de Napoleón, el fracaso de Trafalgar, la Guerra de la Independencia, las Cortes de Cádiz, el liberalismo y el regreso del absolutismo... tal y como se refleja en su impactante catálogo de lienzos, dibujos y grabados.

Todos esos acontecimientos, unidos a las circunstancias personales del pintor y –sobre todo– al aislamiento que le provocó la enfermedad que desembocó en su sordera, marcaron la evolución de los temas que abordó en sus obras, desde el género costumbrista de Las estaciones, La cucaña o El columpio; a los retratos cortesanos de Las majas o La familia de Carlos IV; dando paso a la sátira de Los caprichos; el horror de los desastres de la guerra, con la sublevación de El Dos de Mayo y los fusilamientos de El Tres de Mayo; las injusticias de la Inquisición o la feroz violencia de sus pinturas negras. Una temática muy variada en la que Goya supo ser un original maestro –a pesar de la influencia de El Greco, Rembrandt o Velázquez– empleando diferentes técnicas: óleo, aguafuerte, fresco, litografía o dibujo.

El pintor aragonés vivió los desastres de la Guerra de la Independencia en primera persona, plasmando todo el horror y las injusticias que se cometieron en 82 grabados imprescindibles para denunciar hasta dónde puede llegar la crueldad del ser humano.

Como tantos otros artistas, Goya amaba España y estaba convencido de que la influencia francesa sería buena para modernizar el país, sacándolo de la superstición y del atraso secular que padecía; pero todas las esperanzas se desvanecieron al comprobar que los soldados franceses que, supuestamente, representaban un modelo racionalista, positivo y avanzado de su sociedad, se comportaban en suelo español como vulgares ladrones, violadores, saqueadores y homicidas.

Las aberrantes escenas que representó nos muestran cuerpos que aparecen mutilados, ahorcados, desmembrados, descuartizados, linchados o empalados en una lucha donde no hay héroes sino tan solo víctimas. Ha muerto la verdad y aquel sueño de la razón sólo ha producido monstruos.

Acabada la contienda, en 1814, pintó el famoso lienzo de Los fusilamientos del 3 de mayo en la montaña del Príncipe Pío de Madrid tal y como el propio Goya lo vio, gracias a un catalejo, desde la ventana de su casa. Su criado, Isidro, llegó a relatar que el pintor y él mismo salieron de noche para ver la escena del fusilamiento y tomar apuntes sobre los cadáveres insepultos.

La estructura de la dramática escena nos muestra al pelotón de verdugos franceses con sus rostros ocultos, apuntando con frialdad a un grupo de españoles que afrontan la inevitable muerte con distintas actitudes (desafío, resignación, horror, miedo…). Por primera vez en la pintura de narración histórica, el artista no exalta a los héroes sino a personajes anónimos que son víctimas de la violencia.

La influencia de este cuadro ha sido evidente en las obras de otros grandes nombres propios de la pintura, como El fusilamiento de Maximiliano, de Édouard Manet, o Masacre en Corea, de Pablo R. Picasso.

viernes, 29 de abril de 2011

Hacienda juzgó a Velázquez muerto

Lo sé. Suena increíble pero así ocurrió: el gran Diego Rodríguez de Silva Velázquez (Sevilla, 1599 – Madrid, 1660) fue demandado y auditado por el fisco después de muerto. Se trata de uno de los grandes genios de la pintura española y universal, no sólo del Siglo de Oro sino de todos los tiempos y, probablemente, nos habría legado un catálogo mucho más amplio de obras de arte sino se hubiera entregado en cuerpo y alma al servicio del rey Felipe IV, donde ejerció diversos cargos de funcionario cortesano (pintor del rey, ujier de cámara, alguacil de corte, veedor y contador o aposentador de palacio); un trabajo que requería demasiada dedicación y que relegó la pintura a un segundo plano cuando Velázquez tuvo que encargarse de la intendencia real: pagaba a los acreedores, entregaba el sueldo al personal de palacio y rendía cuentas de los gastos en logística que conllevaba mover a la Corte y su séquito fuera de Madrid.

El autor de Las Meninas, La venus del espejo, Los borrachos, La rendición de Breda o La fragua de Vulcano fue acusado de desfalco después de haber fallecido. Una comisión del fisco revisó sus libros de cuentas y lo condenó a devolver 35.000 reales. Como el pintor ya no vivía, se procedió a embargar parte de sus bienes y -de acuerdo con las leyes de la época- su yerno, el pintor Juan Bautista Martínez del Mazo (1610-1667), que no tenía nada que ver con la contabilidad de su suegro, tuvo que hacer frente al resto de la deuda.

lunes, 4 de abril de 2011

El alma de Dorian Gray

Si hay un artista que desarrolló un especial gusto por representar escenas que sobrepasaban la violencia y que podríamos calificar de truculentas y morbosas, ese fue Ivan Albright (1897-1983); un pintor tan sombrío como desconocido del que seguro que identificas su obra más famosa, sobre todo si eres aficionado al cine de terror.

En 1891, el escritor británico Oscar Wilde publicó la versión extensa de su clásico El retrato de Dorian Gray. El argumento de esta novela gira en torno al retrato de cuerpo entero de un joven de extraordinaria belleza (…) que pinta el personaje de Basil Hallward; según él, (…) todo retrato que se pinta de corazón es un retrato del artista, no de la persona que posa. El modelo no es más que un accidente, la ocasión. No es a él a quien revela el pintor; es más bien el pintor quien, sobre el lienzo coloreado, se revela. La razón de que no exponga el cuadro es que tengo miedo de haber mostrado el secreto de mi alma. Cuando Dorian contempla su retrato por primera vez, murmura: ¡Qué triste resulta! Me haré viejo, horrible, espantoso. Pero este cuadro siempre será joven. Nunca dejará atrás este día de junio... ¡Si fuese al revés! ¡Si yo me conservase siempre joven y el retrato envejeciera! Daría..., ¡daría cualquier cosa por eso! ¡Daría el alma! Y se cumplió su deseo. A su lado, todos los amigos fueron envejeciendo mientras él se mantenía joven, arrogante y vanidoso, cada vez más libertino, perverso… y asesino; en cambio, su imagen en aquel retrato mostraba no sólo los años que habían transcurrido sino los estragos de todos los pecados que el eterno Dorian iba cometiendo. En el último capítulo, el protagonista comprende en qué monstruoso momento de orgullo y de ceguera había rezado para que el retrato cargara con la pesadumbre de sus días y él conservara el esplendor, eternamente intacto, de la juventud (…) Empuñó el arma y con ella apuñaló el retrato.

Cuando la historia se adaptó al cine en 1945, la productora Metro Goldwin Meyer contrató al pintor Ivan Albright para que realizara el impresionante retrato corrupto de Dorian Gray, verdadero eje central de la película (que, actualmente, se conserva en el Art Institute de Chicago) y ofreció a su hermano gemelo –Malvin Albright– que pintara la versión apuesta del joven pero al final, el retrato incorrupto corrió a cargo de Henrique Medina.

Las obras de Ivan –muy influidas por El Greco y Rembrandt– se caracterizaron por la precisión de los detalles, creando un estilo muy personal y minucioso, con cierta obsesión por la muerte y la podredumbre que, al parecer, surgió durante la I Guerra Mundial a raíz de trabajar como dibujante médico en las trincheras de Francia. Fue, sin duda, el pintor perfecto para inmortalizar el alma de Dorian Gray.

domingo, 27 de febrero de 2011

Reprimir a un artista es un delito

Esta fue la frase que escribió a lapicero Egon Schiele (1890-1918) –alumno y amigo personal de Gustav Klimt– en el margen de una de sus acuarelas cuando lo encerraron en la cárcel de Neulenbach (Austria) por corrupción de menores. La pérdida de su padre en 1905 –entre fuertes crisis de alucinaciones– obsesionó al pintor durante toda su vida; mostrándole como un artista trasgresor y angustiado por la muerte… y por el sexo; pero, a diferencia de Klimt, Schiele siempre buscó a modelos demacrados entre las prostitutas y los obreros, tratando de representar la extrema delgadez de la clase social más baja, como metáfora contra los adinerados burgueses a los que suponía gordos y bien alimentados. Como resultado, mostró unos personajes desnudos, provocadores, lascivos y con una evidente carga erótica que fue considerada excesiva incluso en aquella sociedad vienesa que estaba acostumbrada a intuir y no a que se le mostraran escenas sexuales tan gráficas y explícitas.

Huyendo del recatado entorno de la capital austriaca se instaló en el sur de Alemania con la modelo Wally Neuzil, aún menor de edad; una convivencia que tampoco fue bien recibida en Baviera, obligando a la pareja a trasladarse a Neulenbach, no muy lejos de Viena. Su estudio se convirtió muy pronto en un punto de encuentro para los jóvenes más desinhibidos de la localidad, hasta que el 13 de abril de 1912, el padre de una de aquellas adolescentes lo denunció por secuestro. Este cargo no prosperó, pero sí que fue encerrado tres semanas por otros delitos: indecencia y atentado contra la moral pública por exposición de material pornográfico a menores; una acusación que –en aquel momento– acabó relegándole al papel de artista marginal, cuando el juez, simbólicamente, quemó en público una de sus acuarelas.

En 1914, la influencia de Klimt logró que Schiele se rehabilitara socialmente con cierto éxito; e incluso llegó a casarse con Edith, una joven de clase alta, pero la fortuna volvió a darle la espalda: aunque la pareja sobrevivió a la I Guerra Mundial, el virulento brote de gripe española que causó estragos en Viena acabó con la vida tanto de su esposa, embarazada de seis meses, como del pintor, con tan sólo veintiocho años, con unos días de diferencia –del 28 al 31 de octubre de 1918.

Hoy en día, la obra de Egon Schiele es el mejor ejemplo para plantearnos dónde radica esa sutil frontera en la que unas personas ven erotismo y otras, en cambio, sólo encuentran pornografía. ¿Cuál es el límite entre el uno y la otra? ¿Dónde acaba el arte y comienza la simple provocación? ¿Vale todo en el mundo de la pintura? ¿Es cierta la opinión del juez norteamericano Potter Stewart cuando afirmó, en 1964, que la pornografía se reconoce cuando se la ve (I know it when I see it)? Y tú, ¿crees que reprimir a un artista debería ser un delito o que, en realidad, existen ciertas obras que deberían considerarse delictivas por su enfoque transgresor?

viernes, 18 de febrero de 2011

¿Fue un pintor el asesino más famoso del mundo?

Walter Sickert (1860-1942) fue un pintor inglés fascinado por los bajos fondos que consiguió extraer la belleza de los rincones más sórdidos de Londres. Cuando el 11 de septiembre de 1907 apareció el cadáver de la prostituta Emily Elizabeth Dimmock, retrató el crimen en diversos lienzos: El asesinato de Camdem Town, What Shall we do about the Rent? y L'affaire de Camden Town. Lo más sorprendente llegó 60 años después de su muerte, en 2002, cuando la escritora Patricia Cornwell publicó su libro Retrato de un asesino: un detallado estudio en el que no dudó en considerar que este pintor fue uno de los asesinos más peligrosos y odiados de todos los tiempos; nada más y nada menos que Jack el Destripador. Sean ciertas o no sus teorías, la verdad es que uno de los cuadros de Sickert más conocidos es, precisamente, el que se titula El dormitorio de Jack el Destripador.

jueves, 10 de febrero de 2011

Las cárceles que inventó Piranesi

El término cárcel procede del latín carcer, -eris y se define –hoy en día– como un local destinado a la reclusión de presos; pero esa definición es un concepto muy contemporáneo que se relaciona con las penas privativas de libertad, el respeto de la personalidad de los reclusos y sus derechos e intereses jurídicos y cuyo fin primordial es la reinserción de los internos en la sociedad.

Nuestras leyes sobre instituciones penitenciarias así lo regulan, pero desde las ergástulas de los romanos hasta las mazmorras medievales, las prisiones de la antigüedad no eran más que un lugar de verdadero suplicio donde se custodiaba a los detenidos infligiéndoles todo tipo de penas corporales y tormentos; y si lograban sobrevivir a las torturas, no permanecían detenidos durante su condena: se les ejecutaba brutalmente en público (como en el célebre caso que ya mencionamos de Robert François Damiens, en 1737) o, si tenían mejor fortuna, eran liberados pagando una sanción pecuniaria.

En el siglo XVIII, cuando las prisiones aún se concebían como esos lúgubres calabozos, un artista veneciano consiguió realizar una serie de grabados artísticos único en su género. Giovanni Battista Piranesi nació en 1720 en un pequeño pueblo de la República de Venecia llamado Mogliano, aunque terminó desarrollando su carrera de arquitecto, arqueólogo y pintor en Roma, donde se estableció a los veinte años hasta su muerte en 1778.

Conocido por sus aguafuertes basados en las grandiosas construcciones del Imperio Romano, su obra más personal fueron las Carceri d'Invenzione: enormes estructuras de galerías, pasadizos y escaleras con varios puntos de fuga, llenas de artilugios, cuerdas y cadenas que el espectador no sabe si se encuentran inacabadas o, simplemente, están abandonadas. Parecen obra de un autor plenamente surrealista, pero fueron realizadas entre 1745 y 1761.

Sus grabados transmiten una sensación de intranquilidad, una desazón que recuerda a las escenas de continuidad imposible que pintó el holandés Maurits C. Escher (1898-1972) a mediados del siglo XX, reflejando sus mundos imposibles.

Las cárceles de Piranesi son espacios que desconciertan porque no se sabe qué se encuentra arriba o abajo, dentro o fuera; el autor ha sabido crear un infinito artificial similar al efecto de un decorado teatral, donde las personas aparecen dibujadas como simples mendigos, prisioneros o torturados, unos seres insignificantes que hacen aún más grandes esas construcciones carcelarias.

miércoles, 9 de febrero de 2011

Las imágenes infamantes

Después de atenazarle en el patíbulo para verter por su cuerpo una mezcla fundida de plomo derretido, aceite hirviendo, resina de pez y cera, le ataron las extremidades con sogas a seis caballos que tiraron de su cuerpo hasta desmembrarlo en pedazos; después, arrojaron sus despojos al fuego para consumirlos y aventaron sus cenizas. La ejecución de Robert François Damiens en París, el 28 de marzo de 1757, fue tan desproporcionada y brutal que su muerte inició un movimiento social imparable en contra de aquel truculento espectáculo de infringir torturas a pie de calle.

Ese modo de entender la justicia penal, utilizando métodos sádicos y aberrantes, perduró en toda Europa durante la Edad Media y el Renacimiento, con unas prácticas que acabaron desapareciendo a finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, cuando el cuerpo humano dejó de ser visto como una simple fuerza bruta –algo sin valor, poco más que un trozo de carne– y la justicia empezó a impartirse en el interior de las prisiones, de espaldas al ojo público. Hasta que llegó ese momento y se produjo un cambio de mentalidad en la sociedad europea, el arte se convirtió en otro instrumento más al servicio del poder y nombres propios como Andrea del Castagno, Sandro Botticelli, Andrea del Sarto e incluso Leonardo da Vinci tuvieron que presenciar los castigos públicos –convertidos en testigos forzosos de aquella práctica cotidiana– y plasmarlos en sus dibujos.

A partir del siglo XIII, en algunas ciudades italianas de la Toscana y Emilia-Romaña se extendió una costumbre que entroncaba con el castigo de la infamia procedente del Derecho Romano. Cuando alguien realizaba un acto por el que perdía su buen nombre –su fama– tenía que ser despojado de su reputación y castigado públicamente como infame. Las autoridades municipales encargaban a un artista –oficio que, por aquel entonces, aún tenía muy mala reputación (su status no mejoró hasta bien entrado el siglo XV)– que pintara el retrato de aquella persona, lo más grotesco que fuera posible, a modo de caricatura, para mostrarlo en la calle, con el nombre del delito que hubiera cometido y la condena que se le había impuesto. Así nacieron las llamadas immagini infamante de las que, desafortunadamente, apenas se ha conservado algún boceto de los dibujos realizados por Andrea del Sarto, aunque se tiene constancia de que muchos pintores renacentistas tuvieron que realizarlos; a veces, obligatoriamente.

Una buena muestra que sí ha llegado hasta nuestros días es el dibujo de la carta que representa al ahorcado –uno de los arcanos mayores de la baraja del tarot, obra del miniaturista bresciano Bonifacio Bembo (mediados del siglo XV)– que tiene su origen, precisamente, en esas pinturas en las que se representaba a los colgados boca abajo y pendientes de una sola pierna.

Los pintores solían dibujar los retratos de los ladrones, traidores o rebeldes al natural, mientras los cadáveres de los condenados aún se balanceaban ahorcados en una plaza pública –por ejemplo, delante del Palacio del Podestà, en Florencia (actual Museo Bargello)– pero en ciertas ocasiones, cuando no se lograba capturar al criminal, también se le podía juzgar en ausencia y, en este caso, se pintaba su dibujo para ejecutarlo in effigie. Hasta el siglo XVI, esta práctica se extendió por Francia, Inglaterra y Alemania, donde se hicieron muy populares las cartas con una imagen difamatoria (schandbild) que los comerciantes utilizaban contra los clientes morosos, colocándolas en las puertas de las iglesias y ayuntamientos.

Las imágenes infamantes representaron la antítesis de aquellos otros retratos de hombres famosos e ilustres que solían decorar los magníficos salones palaciegos del Renacimiento, convirtiéndose en una herramienta muy efectiva para deshonrar a los condenados, exponiéndolos a la burla y el desprecio de sus convecinos pero, al mismo tiempo, tuvieron un marcado carácter aleccionador para el resto de los ciudadanos: si no te comportas correctamente, recibirás el mismo castigo.

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